viernes, 29 de noviembre de 2013

Reflexiones y nostalgias.

Nuestro héroe el Fluxómetro.

Estático a la merced inclemente de los elementos (Pero con inescrutable firmeza). Brisas matutinas, vespertinas, nocturnas, suaves, apenas trastocándolo. Chorros potentes, poderosos, matutinos, vespertinos, nocturnos y fuertes, cubriéndolo todo con aquella luz dorada tornasolada. ¡Ah! de aquel fiel servidor, al que no pocas veces recurrimos. Aquel inmute soldado de diez mil batallas que con humildad soberbia nos auxilia, como última bebida en un desierto lustrado, como aquel bastión inmutable donde hemos de descargar hasta el último rescoldo, de nuestro más profundo ser, entre albricias y juramentos, suspiros y ensimismamientos. Eres tú, otrora figura plateada, reflejante justo de un temple tranquilo, al encontrarte al fin, de entre la maraña digestiva y vernos un poco, entre el sarro y barro de tu estampa como nuestros ojos se iluminan al verte aparecer.
     Eres tú, al que hemos visto a veces, no sabemos cada cuánto. Nuevo nuevamente, sin sarro y barro, con tu cristal de nuevo, reflejando bien mil rostros, mil alivios y cariños. Eres tú,  amigo mío, tan jovial, después de un gran baño de vinagre de manzana, seguido de un suave masaje con una tela fina, volviendo a ver tu gallarda lucidez (Y tu servicial humildad). Ahí, siempre a primera vista, y con una seña de despedida al partir. Eres tú, Fluxómetro de mi alma, tan amado y tan temido. Has de llevar sobre ti, el sello de infinidad de calzado, has de saborear cada marca estampada en la suela de un pisar eterno, has de sentir los más hondos apuros, o los más suaves susurros (nunca mejor dicho) de aquellos que te buscan sin nombrarte, porque, también has de colgarte la presea del anonimato, nunca has de alcanzar las letras de oro de algún Aquiles, u otro Sargón, más bien, que tu premio sea el de servir y escuchar. Callar y recibir. ¿Cuántos secretos no tendrás, dentro de tu embolo para nosotros, para la posteridad, amigo Fluxómetro?
     ¿Qué tanto peso habrás de soportar? Allí, el mismo Atlas podría tomar posición. Y tu constitución, apenas sintiéndolo cobijaría su peso. Tú, maquila echa para la calma, donde pastillas o brebajes hacen efecto nulo en tu campo de acción. Eres tú el final de una carrera interminable, la visión que todos quieren encontrar, un amigo a quien podremos confiar. Amigo Fluxómetro, anónimo sin antifaz, héroe sin insignia, confidente sin escuchar.
      No diré “te dejo”, porque voy atado a ti. Mejor no digo nada, que ya es suficiente cuando hablo cada vez que voy a verte. Y si todos hablaríamos con todos, a como lo hacemos contigo, mejor mundo este sería, sin complejos ni incompletos.



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Escarlata

Ese color escarlata siempre le había parecido de mucho respeto, sobrio y alerta a la vez, con toques de un estilo nostálgico pero chispeante, abrazador. Ese olor tan peculiar y el sonido tibio que emanaba su rastro a través de las cerdas cambiando la luz reflejada en cada superficie se volvió por muchos años su vida completa. Multicolor, polifacética, honorable y feliz.
               Aun recordaba cuando niño, sus primeros bocetos pueriles. Los primeros mapas trazados con sus respectivos mares y ríos. Aquellos dibujos del Pato Pascual o los copiados de Lágrimas y Risas ya venían anunciando el camino que sus pasos tomarían y que tanta satisfacción le darían. El talento era innato, solo era cuestión de aprender a trabajarlo, y eso solo se aprendía mirando. Así, encarrilado por su padre, lo llevo donde un maistro le enseñaría el arte de hacer monos y letrotas.  De esa coloreadas y que resaltaban a la vista con colores chillantes y llamativos. “¡A rotulear!” y  es que, en una ciudad de gran crecimiento como la suya después del milagro mexicano  se necesitaran muchos letreros y cartelones para todos los productos que se han de ofrecer, desde los que anuncian la gran caravana Corona hasta las fondas, mueblerías y hasta los boleros. Un amplio mercado y trabajo sin descanso.
               Esos fueron los grandes años de su vida, el trabajo ininterrumpido y honesto. Dejando su marca a través de la ciudad y reconocido como el mejor. Lo mismo marcaba un día en las puertas de los taxis los número de serie y su sitio que el dibujo sensual de una vedette en cualquier burdel. Ese era su vida, su confort. Le dio para comer, para su casa, para su modesto auto, para mantener a su familia y vivir, si no con lujos, fue sin pasar penurias, para respirar tranquilo. Estaba satisfecho, siempre lo estaría. Pero los años pasan, y todo avanza con ellos, desde los hijos crecidos y casados hasta la temblorina de sus manos que no le dejan ser el mismo de antes. Aun puede trabajar, y aun lo hace, pero ahora trabaja menos y recuerda más, se pierde más entre esos trazos y olores recordando todo aquello que dejó como marca en aquella metrópoli casi irreconocible. A veces la recorre, y mira esos nuevos edificios, con sus grandes mantas y sus letras moldeadas y compara sus dibujos, aun visibles algunos en alguna modesta tienda de nostalgia, en algún rincón de aquella cantina olvidada y se mira él ahí mismo, acabándose junto con el esmalte, junto con aquella tinta sucumbiendo ante el clima, borrándose poco a poco, honorablemente.
               Se ha perdido por un rato, siempre lo hace de un tiempo acá al estar recordando. Deja su pincel a un lado y acomoda sus recuerdos, profundizando en el color con el que esté trabajando. En ese rojo escarlata que tanto respeto le invoca, como en una gruta se sumerge en él y ralentiza el tiempo para saborear cada cuadro, cada suceso que ha marcado el devenir de los últimos años. Comienza a recordar el principio de su cuesta abajo. Cuando su teléfono comenzó a sonar menos y menos. Cuando los pinceles se comenzaban a endurecer y escuchaba cada vez más a lo lejos ese “plop” de una lata al destaparla. Las calles comenzaron a digitalizarse. Cada vez más los anuncios y carteles tenían figuras estéticas y profundidades inverosímiles. Groseras y estériles invitaciones al consumo y al mercachifle en igual de un llamativo y curioso dibujo artesanal, hecha con manos y corazón y no por aparatos grises inventados para no pensar. Acartonadas muestras de ganchos alienados y una clara idea de querer enajenar antes de cautivar con una soberbia orden hecha de plástico antes que una invitación, hecha con amistad. Toda la sutileza de la ayuda mutua en cuanto al mercado se había perdido, en una  muestra de avanzar al futuro. Ya no se sabía de dónde venían aquellos dibujos, aquellas marcas, aquellas leyendas chillantes. Solo eran parte ya de esa ciudad moderna, esa que avanza en un tiempo muy rápido y que no se toma el tiempo para observar, solo mirar y lo que se quedó, se quedó.
              
Los pensamientos siguen, no es ni sano el terminar dándole vueltas a ese asunto, como rotonda imbécil, o peor, como potro del recuerdo que le torturaba más, a cada vuelta de la esquina mental donde veía yuxtapuestos las frías imágenes de la modernidad sobre su tibio trabajo de antaño. Ya no, total. Si no se está preparado para las situaciones así, la vida nos hace prepararnos. Mejor, regresa su mente al viejo taller, su hogar, su casa, su guarida y galería. Ahí donde diluyó con un poco de thinner su alma y cuerpo y poco a poco fue a repartirlo por toda la ciudad, alegre, apurado, antes que se pudiera secar, o volar.
Ahí sentado, rodeado de aquellos moldes, pinceles, lonas y cuadros impregnaba de nostalgia ese viejo taller, en el fondo se escucha el trajinar cotidiano de su mujer. Él ha seguido pintando, escribiendo con aquel escarlata mientras medita. Los vagos recuerdos y reflexiones se entrelazan entre las cerdas de ese pincel calvo, terminando ese trabajo que cerrará el ciclo de color y lucidez que por tantos años lo mantuvo. Frente a él, terminando un epitafio color escarlata sobre la cruz de su propia tumba, seca por última vez su viejo pincel y se prepara para ir a cenar con su amada esposa.


Tito Rosales.