miércoles, 17 de abril de 2013

Vagantes


No había notado mi caminar en esa turbulenta hora entre un calor confundible y una brisa fresca extraviada. Los pasos me venían normales, un pie tras otro sorteando las rayas entre las losas mal hechas gracias a la bondad de una administración pasajera. Me gusta siempre traspasar esta ciudad en ruinas, saltando aquellos vestigios de pasos de cebra y el color ya ocre de la otrora raya amarilla precautoria. Estaba feliz, solo porque no estaba triste. Y ese detallito me gustaba. También me gusta saludar a cuanta persona veía en mi andar urbano, fenómeno que me causaba no poca aversión ante la gente gris y escurridiza y uno que otro interrogatorio de parte de la guardia policial. ¿Alguien saludando sin más, solo por el afán de saludar? ¡Pamplinas!...y una amonestación...sin más.

     Bueno, el viaje no debía de ser gratis (y jamás lo ha sido), pero que caray, solo se vive una vez, a menos que se sea jainista, budista o platonista y yo no soy nada de eso. Así que, sin mucha reflexión seguí mis pasos, no faltaba mucho para llegar a mi destino, o más bien, no faltaba mucho, pensante yo para recordar cual era mi destino, y en lo que lo hacía, no estaba de mas el alimentar esa afición que me da, aparte de saltar las rayas de las losas y saludar a la gente ruin, el de observar los pisos superiores de cada construcción, cada casa, cada edificio, cada ventana, cada balcón. Una acogedora idea que nos da, el pensar en ser alguien cualquiera menos nosotros mismos, a veces solo por un segundo, a veces toda una vida completa. La vida es un museo (que no debía de ser gratis) y que se había de aprovechar. Vacilante, entre guarniciones, camellones secos y monumentos a la insensatez me fui boca abierta y ojo alerta revisando allá y acá esos rinconcitos que jamás serían míos, pero que me los robaba de a poco. Muy bonitos todos.

     El semáforo tarda demasiado, muy demasiado como para darle el paso a chatarras cientos de veces más veloces que los transeúntes. Ahí estaba, entre el ruido en donde nada se dice, y el silenció de lo que todos pensamos. Decidí dar un vistazo a mis compañeros de paciencia, otros tantos que aguardaban algún otro color del semáforo que no fuera el rojo. El sol deambulaba en el cenit, sus toqueteos ya calaban un poco más y la resequedad del asfalto no ayudaba en mucho. A mi lado, una señora gorda chaparra, con una refresco de cola en bolsa acompañado por un refrigerio consistente en una bolsa de frituras aderezada con una fina capa de salsa emulsionada hecha de huevo y aceite previamente mezclados, mientras encima de esta, un aglutinamiento de granos de maíz cocidos y bañados en salsa de chile de árbol con una porción de queso debidamente distribuido le hacia abrir copiosamente  sus fauces para apenas saborear el manjar que pasaba sin mas entre su tráquea al momento que le daba un sorbo a su bebida refrescante.

     Al lado contrario de donde se encontraba la distinguida señora, un joven se acercó sereno hacia el sitio donde esperábamos el anhelado cambio de luz. Él, con una mirada a la Buster Keaton tomo el par de baldosas a sus pies y se acomodó, noté que entre sus brazos cargaba un pequeño bebe, hermoso, onírico, cuasi trasparente. Se mostraba dormido, con un pequeño esbozo de sonrisa ultraterreno. Varios cabellos rubios le serpenteaban al vaivén de un viento colado que solo llegó para darle más vida a ese ser de luz que ahí se nos mostraba. La señora entre el rumiar de su tentempié y el sorbo del pitillo miraba de cuando en cuando aquel encuadre divino que ese joven traía entre su pecho. Ya no hubo silencio ni ruido, solo observé y deambule entre pensamientos pueriles, acongojado por tan sutil oasis en aquella cacerola urbana. Yo, como poeta ramplón que soy, afine mil versos que me llegaban al ver como dormía aquel bebito a pesar del caos mundano. El sol, como había dicho, se encontraba en filo directo sobra la faz citadina, y algunos de esos rayos golpeaban directamente la cara del pequeño infante, el joven no hacía o no traía nada con que cubrirle el rostro que sin embargo no se inmutaba ni sonrojaba ante el embate canicular. Intrigado y conmovido abordé al muchacho y le dije:

-Oiga, disculpe. ¿No traerá alguna frazada u otro trapo con que cubrir de los fuertes rayos del sol a su bebe? Entonces éste, sin inmutarse respondió.

-No importa. Está muerto desde la mañana.

Y el semáforo cambió.