El caminado como siempre era gutural,
entre el asfalto y el poco verdor de los camellones su alma traspiraba
dolencia. Como rejoneador traspasaba los autos que apresurados apenas y notaban
su presencia, una figura borrosa, un icono de crucero, un espíritu gris que serpenteaba como nube
pasiva los toldos y que se perdía en un abrir y cerrar de ojos semaforizados. Autos
y gente al tanto de sus propias vidas, y en ocasiones, tratando de escapar de
ellas.
La rodilla se le
mecía como machina sin engrasar, como engranaje oxidado, como punzadas de aguja,
como tuétano enjaulado, como varilla radioactiva. Como todo lo que pudiera
ocurrirle a un cuerpo con el tiempo a cuestas. Y que tiempo, ese tiempo
proletario que realmente nunca fue propiamente tiempo. Mas bien, divisiones de
momentos, y a esos momentos instantes, y a esos instantes suspiros. Pero a pesar
de aquel desglose de su existir, cada golpe no fue en vano. El cuerpo, esa prisión
fantástica que nos encierra y obliga, y que como cualquier solido muro queda endeble
ante el paso de los días, se mostraba atroz desde hacia algunos años, años que
acompañado de su soledad y de ese pequeño tronido que le regalaba la rotula a
cada paso dado había dedicado a querer el tiempo regresar. Por lo menos en la
manera de dar los pasos, era un viejo, lo sabia. Pero no creía en la vejez. ¿Y
para que? Su rodilla, en huelga desde
hacia quien sabe cuanto era su hostigamiento. Aquella caída, aquel
martillazo, aquella pelea, aquel atropello, aquel abandono, aquel error. Algo
de eso habrá de haber sido, y si no, ya que. Ella ahí estaba, y no lo dejaría.
La calle también estaba, y no la dejaría, y la pensión. Ese oneroso papel (solo
el papel) los números no eran vastos. Y no le permitían una buena rodilla, ni
cuando menos una usada, no. Esos números eran aquellos santacloses descubiertos
como hombres después de navidades. Eran el último tren llegando sin la persona
deseada. Eran los que lo mantenían despierto, alerta, números solos, insuficientes,
amigables, si. Pero solo para mantenerlo respirando. Sin rodilla y sin
saltimbanquis.
La calle se presentaba hirviente, aun ante
aquellas nubes kamikazes que hostigaban lo estival. El humor en aquellos autos
era proporcional al clima reinante. El y su rodilla de pie, entre tantos y
tantos vehículos. Vehículos de penas, prisas, miedos y horarios. Conocía la vía,
el semáforo y el tiempo. Observaba, olfateaba aquel olor tan familiar de aceite
quemado, plástico hirviente y algodón vaporizando. Sabia cuantos pasos habrían de
dar el y su rodilla. Ella primero, luego el, luego el y ella después. Aquello
era suyo, aquel gran crucero en donde podía compartir unos días con algún acróbata
terreno, o un tierno aventurero de otro mundo. Un loco si se quiere. Tres
carros, cuatro cuando mucho entre cada semáforo. Había antes pensado en
buscarse un crucero mas amplio, donde el tiempo entre alto y siga fuera más
extenso. No pocos autos tenían su clima interno, eso son ventanillas cerradas.
Campos de fuerza contra el inclemente sol y la ingente realidad. Pero el plan
nunca vio la luz. Muy propia la frase. Luz verde. Su rodilla renuente, sus
fuerzas reinantes, de antes, ya no eran presente. Mejor, aquí, en su crucerito
de siempre, con los mismos vecinos de añales. Aquel viejo José María Morelos,
gallardo y a descolor. Allá, una fuente, de esas de agua verde y de chorros
tristes resignados a la gravedad. Su crucerito, los mismos pasos. La misma
necedad (Necesidad)...continuará.